Las sinfonías de Beethoven - 1ª Sinfonía

La visión del conde Wallenstein según la cual el joven Beethoven recibiría en Viena "el espíritu de Mozart de manos de Haydn" es tan famosa como notable. Supone el triunvirato clásico que ahora damos por sentado, aunque Beethoven había compuesto muy pocas obras importantes en esa fecha. Cabe destacar que estas inmensas expectativas no alarmaron lo más mínimo a Beethoven y que su presencia en Viena, al principio como brillante virtuoso del piano en círculos aristocráticos, fue imponente desde el principio, revelando una personalidad que perseguía sus propios objetivos e ideales sin sentirse eclipsada por sus ilustres predecesores. En muchos sentidos, la Primera Sinfonía de Beethoven es un testimonio de esta confianza en sí mismo. Comienza con una introducción lenta, que oculta su tonalidad de origen desde el primer acorde disonante hasta la entrada del Allegro; Beethoven no está llamando la atención, la está asumiendo. El Allegro es un “con brio “cuyo tema de apertura, elástico y electrizante, da el tono característico de Beethoven al tiempo que hace saber al oyente, con su diseño conscientemente planificado y su ingenioso juego de motivos individuales, que no se permitirá escuchar con un solo oído. El Minueto, en realidad un “scherzo”, es un manojo de energía, fuerza elemental expresada por medio de una sencilla escala ascendente en un persistente ritmo yámbico. La forma más tradicional la adoptan el serenamente grácil Andante y el Finale, la primera y última vez que Beethoven termina una sinfonía de forma exuberante y poco enigmática. El inicio del último movimiento es interesante, tras un acorde solemne, los violines ascienden por la escala paso a paso, y luego retozan en un jugueteo musical. Berlioz describió este Finale como "un juego de niños", algo fácil de decir cuando se conocen las sinfonías posteriores. Al fin y al cabo, la Primera es sólo el primer paso de la aventura de toda una vida.